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AULA DE CULTURA VIRTUAL

EL SIGLO DEL MIEDO
Una meditación de nuestro tiempo
D. Ferrán Gallego
Periodista. Premio de Periodismo El Correo 2002
Bilbao, 14 de abril de 2003

Cuando Albert Camus escribió "Ni víctimas ni verdugos", comenzó con una referencia al carácter del tiempo que le había tocado en suerte; al tiempo que, habiéndole correspondido, se había atrevido a vivir. Camus dijo: «El siglo XX es el siglo del miedo». Y (por si alguien pudiera hacerle una objeción basada en el exagerado sentido del término, al compararlo con un siglo XVII de las matemáticas, un siglo XVIII de las ciencias físicas y un siglo XIX de la biología) añadió que nunca creyó que el miedo era una ciencia, aunque estaba seguro de que se trataba de una técnica.

En el momento en que Camus murió, en enero de 1960, víctima de un accidente de automóvil cerca de París, Jean Paul Sartre, su tenaz, difícil y apasionado colega, amigo y enemigo en circunstancias distintas, le dedicó unas palabras que algunos han querido interpretar como una continuación de su vieja polémica en otros términos, como si tras el elogio se escondiera, agazapada, la sombra de un reproche: para Sartre, Camus se colocaba en la tradición de los moralistas franceses, y, más allá de sus posiciones, de sus errores de apreciación sobre la complejidad de los asuntos políticos, era un punto de referencia ético, el autor de un diagnóstico moral de nuestro tiempo. Difícilmente podría pensarse en un elogio de mayor calibre, viniendo de alguien que había preferido romper su relación personal con Merleau-Ponty, con Lefort, con Aron, con el propio Camus, antes que ceder a lo que él creía la tarea más propia de los intelectuales: tejer la urdimbre de los matices, atenuar las afirmaciones y protegerlas de las luces impresionistas a través de los espacios en penumbra de los intereses de estrategia.

Otros han podido referirse a Camus como un "moralista" en su concepción más blanda y burlona. Pero no nos engañemos, confundiendo ese término con lo que podría definir al acusador de oficio y vocación, cómodamente parapetado tras sus propias palabras. Camus no pretendía sermonear para indicar un camino correcto, cuya vanguardia le correspondería. Al comienzo de su novela El amigo Manso, dice Galdós que un predicador que no cumple lo que predica no es un predicador, sino un púlpito que habla. Camus reflexionó en voz alta sobre lo que quizás sólo algunos se atrevían a confesar en privado y, seguramente, sobre lo que muy pocos se atrevían incluso a pensar con todas las consecuencias que tiene pulsar algo con nuestra meditación sin temores. Que su discurso nos parezca obvio no es una muestra de su debilidad. Es una ilusión retrospectiva, una deformación causada por nuestro conocimiento de la calidad de las cosas conjugadas en tiempo pasado. Tales discursos obvios no lo eran en su época. Y que se hayan convertido en una obviedad tal vez sea la mejor prueba de su dureza conceptual, de su resistencia y de su autenticidad, pues su reflexión le exigió algo paradójico: condenar al mundo a la esperanza, con la condición de arrebatarle ciertas ilusiones, en su sentido de espejismo, no en el de esperanza verdadera. Ciertas ilusiones que desfiguraban la verdadera materia de sus sueños. En definitiva, acabar con una resignación moralmente mutilada, para edificar la contundencia de un horizonte de libertad individual sólo auténtica en el respeto a la realización de la libertad de los demás.

A estas alturas, cuando "el siglo del miedo" ha concluido y nos encontramos en otro, lo pertinente es preguntarse cuáles eran las circunstancias concretas de las que hablaba Camus; cuáles son los aspectos de su mensaje que siguen siendo operativos en el material político de nuestros días; qué vigor tiene aún su diagnóstico, qué pureza retiene su intransigencia, qué valor contienen sus palabras para el día de hoy, para el futuro.

Las circunstancias en las que escribe el gran narrador, ensayista y autor dramático -por este orden, creo- son las de un inmenso cansancio. El siglo XX ha transformado esperanzas de liberación en monumentos funerarios. Tras la gran masacre que cubre toda una década, la que va de 1936 a 1945, sólo en nuestro continente, hay poco espacio para las emociones agotadas, hay poco lugar para una razón saqueada. Queda, claro está, el sitio que pueden ocupar el cinismo, el descreimiento, la búsqueda de coartadas para poner la «butaca en la dirección de la historia», como Camus solía decir de sus adversarios. Mas ese cansancio de Camus no procede de lo que se ha vivido en la intensa lucha contra la barbarie de los años cuarenta. El desánimo proviene de una sospecha aterradora, que contempla con pesadumbre la condición de nuestro tiempo. Anticipa una reiteración de los acontecimientos, que podrán ataviarse de justificaciones ideológicas distintas. Para Camus, en la primera mitad del siglo el mundo ha hecho una gimnasia que le proporcionará la suficiente musculatura de inmoralidad para aceptar las nuevas condiciones sociales, políticas y culturales en que se desenvuelve nuestra civilización. La muerte espera insaciable, aún no satisfecha con los millones de cadáveres que atestan los campos europeos, indiferente a la promiscuidad atroz de las fosas comunes, ajena a las vidas quebrantadas, a los deseos desmoronados, a la aniquilación de la esperanza y a los atributos feroces del poder; la muerte espera cautelosa, inmóvil; espera a que alguien venga de nuevo a justificarla.



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